Miguel Enríquez y el desafío de las nuevas generaciones

La familia revolucionaria

Nuestra América vive un tiempo nuevo. El régimen chileno, mitad neoliberal,  mitad pinochetista, cruje. La resistencia crece. Y toda resistencia se fortalece y consolida en la medida en que aprende de su propia historia. Nada mejor, entonces, que recuperar enseñanzas para los tiempos porvenir.

Miguel Enríquez [1944-1974], como tantos otros militantes de Nuestra América, constituye una de las principales fuentes de inspiración para las nuevas rebeldías. Hijo político del Che Guevara y, por eso mismo, hermano de nuestros Mario Roberto Santucho, John William Cooke, Alicia Eguren y Daniel Hopen; Miguel pertenece a esa gloriosa familia continental que también integran Luis Emilio Recabarren, José Carlos Mariátegui, Julio Antonio Mella, Farabundo Martí, Fidel Castro, Carlos Fonseca, Roque Dalton, Carlos Marighella, Fabricio Ojeda, Silvio Frondizi, Rodolfo Walsh, Turcios Lima, Inti Peredo, Tamara Bunke, Raúl Sendic, Camilo Torres, Raúl Pellegrín y Cecilia Magni, entre muchísimos más. 

Que el recuerdo de su caída sirva no sólo para rememorarlo con cariño y orgullo en su querido país —hoy en plena ebullición popular, tras medio siglo de neoliberalismo— sino también para aprender de él, de su pensamiento, de su ejemplo y de su lucha en toda Nuestra América y el mundo.

Un joven rebelde que interviene sin pedir permiso

Miguel vivió la lucha revolucionaria de su pueblo como un joven rebelde. No solamente por su corta edad sino además por su mente abierta, su antiimperialismo visceral y su desafío de las jerarquías establecidas. 

Su vida política juvenil fue meteórica. Vivió joven y, lamentablemente, murió joven. Apenas había cumplido los 30 (treinta) años cuando la muerte en combate lo encontró dignamente donde tenía que estar. Del lado del pueblo, de cara al enemigo, enfrentando la dictadura contrainsurgente del general Pinochet, quien inauguró —Milton Friedmann mediante— el neoliberalismo a escala mundial. Incluso antes que la Inglaterra de Margaret Thatcher y los Estados Unidos de Ronald Reagan.

 ¡Sí, Miguel tenía apenas treinta años! Parece mentira. (No olvidemos que Julio Antonio Mella, el fundador del primer partido comunista cubano, fue asesinado en su exilio mexicano cuando apenas tenía 25 años…). Y pensar que ya a esa edad había desarrollado todo un pensamiento teórico propio y una acción política encaminada a concretarlo. 

Deberían tenerlo en cuenta algunos ex revolucionarios, arrepentidos o quebrados, cansados de luchar y de confrontar, que apelando a su prestigio del pasado hoy se pliegan al poder subestimando con soberbia a las nuevas generaciones de militantes rebeldes que en el Cono Sur de Nuestra América y en otras latitudes se están formando con el objetivo de sembrar la simiente de una nueva y futura oleada revolucionaria. Esos mismos que, tan lejanos de la humildad de Miguel Enríquez y de Robi Santucho, de Fidel y el Che, de Sendic y Marighella, en lugar de acompañar a las nuevas generaciones en la recuperación de la tradición revolucionaria “olvidada”, de alentarlas en la rebelión contra el sistema imperialista y en el rechazo de sus múltiples estrategias contrainsurgentes (las “duras” y las “blandas”), de transmitirles la experiencia del pasado (incluso si fue derrotada), están más preocupados por lustrar su propio ego y exaltar su propio ombligo. 

La tarea urgente de nuestros días presupone revertir lo que el genocidio de las dictaduras militares (y las metafísicas “post” que las sucedieron durante las décadas subsiguientes en el campo de las formaciones ideológico-políticas) intentaron implementar: el olvido sistemático de las insurgencias y la “deconstrucción” de identidades antimperialistas y anticapitalistas en los movimientos juveniles del continente. Si a comienzos del siglo XX ser de vanguardia implicaba romper con todo pasado y toda tradición, actualmente, en el siglo XXI, después del genocidio y las metafísicas “post” (postestructuralismo, posmodernismo, posmarxismo, estudios postcoloniales, etc.), no hay nada que sea políticamente más urgente y radical que recuperar la tradición revolucionaria olvidada y superar el vacío artificialmente inducido entre aquella generación de Miguel Enríquez y la actual.

En el año en que se funda el Movimiento de Izquierda Revolucionaria-MIR de Chile, Miguel Enríquez tenía 21 años. Cuando se convierte en su secretario general contaba con 23. Su hermano argentino, Mario Roberto [“Robi”, “el negro”] Santucho, tenía 29 años cuando se funda el Partido Revolucionario de los Trabajadores-PRT y apenas llegaba a 40 cuando muere a manos del Ejército argentino. Ernesto Guevara ni siquiera había cumplido los 40 cuando fue asesinado, desarmado y a sangre fría, por el Ejército boliviano bajo órdenes de la CIA en La Higuera, Bolivia. Toda una generación latinoamericana de jóvenes que no pidieron permiso para pensar, para cuestionar, para hablar, para estudiar, para militar y actuar, para amar. Hay que aprender de su ejemplo…

El doble desafío (de Lenin y Gramsci en clave latinoamericana)

La práctica política del MIR y de Miguel Enríquez ubicaron en el centro del debate la doble tarea que los movimientos revolucionarios tienen por delante si pretenden lograr eficacia en su accionar contra el imperialismo capitalista como sistema mundial: crear, construir y desarrollar la independencia política de clase y, al mismo tiempo, la hegemonía socialista.

En la historia latinoamericana, quienes sólo pusieron el esfuerzo en la creación y consolidación de la independencia política de clase, muchas veces quedaron aislados y encerrados en su propia organización. Generaron grupos aguerridos y combativos, militantes y abnegados, pero que no pocas veces cayeron en el sectarismo (en el mejor de los casos, cuando no, en el burocratismo). Una enfermedad recurrente y endémica por estas tierras del Cono Sur. Quienes, en cambio, privilegiaron exclusivamente la construcción de amplísimas alianzas políticas e hicieron un fetiche de la unidad y “el diálogo” a toda costa, con cualquiera y sin contenido preciso, soslayando o subestimando la independencia política de clase y sobre todo el antiimperialismo, terminaron convirtiéndose en furgón de cola de la burguesía y el empresariado, cuando no fueron directamente cooptados por alguna de las múltiples instituciones del imperio. 

Una de las grandes enseñanzas políticas de Miguel Enríquez y de todos aquellos y aquellas que entregaron su vida por el sueño más noble de todos los que podamos imaginar, la creación del socialismo, es que hay que combinar ambas tareas. No excluirlas sino articularlas en forma complementaria y hacerlo de modo dialéctico, si se nos permite el término —que ha sido vituperado y denostado a rabiar por las metafísicas “post” e incluso por los neokantianos que en nombre de la Ilustración nos invitan a resucitar el reformismo oxidado del abuelo Eduard Bernstein y su nieto vergonzante, el eurocomunismo—. 

Es decir, que nuestro mayor desafío consiste en ser lo suficientemente claros, intransigentes y precisos como para no dejarnos arrastrar por los distintos proyectos imperialistas y mercantiles en danza —sean neofascistas o se disfracen de “tolerantes” y “progresistas”— pero, al mismo tiempo, tener la suficiente elasticidad de reflejos como para ir quebrando el bloque geopolítico de poder del capital y sus alianzas, mientras vamos construyendo nuestro propio espacio de poder, antimperialista y anticapitalista. Al interior de cada sociedad y cada país pero apuntando hacia una perspectiva integradora, de escala y alcance continental. Y eso no se logra sin construir alianzas contrahegemónicas con las diversas fracciones de clases explotadas, pueblos oprimidos y movimientos antisistémicos, articulando en un horizonte común el arcoíris multicolor junto a la bandera roja, símbolo del proyecto más radical que la humanidad ha podido crear hasta el momento.

No confiar en el imperialismo «pero… ni un tantito así»

Miguel Enríquez y sus compañeros y compañeras también contribuyeron a esclarecer la necesaria e íntima imbricación entre las luchas populares de los movimientos sociales latinoamericanos —desde las reivindicaciones más elementales que laten en las poblaciones, villas miseria, favelas y cantegriles hasta las más elevadas como la lucha continental por el socialismo— con la cuestión del antiimperialismo. No puede haber en Nuestra América ni ejercicio real de la democracia sustantiva (basada en la participación directa del pueblo en la adopción de las grandes decisiones nacionales, la gestión comunal y el sistema presupuestario de financimiento), ni autodeterminación nacional y soberana ni socialismo auténtico que no se planteen al mismo tiempo la resistencia y la lucha antiimperialistas. No son “etapas” rígidas y distintas ni aspectos escindibles de la vida política. Constituyen fases de un mismo proceso de lucha. 

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La difícil construcción del socialismo en Venezuela

Tomado de http://www.asturbulla.org
Por Juan Carlos Monedero
16-04-2013

El escenario presentado por la oposición al chavismo durante la breve campaña ha tenido tintes apocalípticos: catorce años de Gobierno (con casi dos generaciones que sólo han conocido gobiernos chavistas), la muerte del carismático líder y su sustitución por alguien que no es Chávez (algo, por otro lado, evidente), apagones eléctricos y problemas de abastecimiento (cierto que provocados por sabotajes, aunque esto no lo decían), una delincuencia en niveles muy altos, subidas de precios (donde hay mucha responsabilidad de acaparadores y especuladores, cosa que tampoco se enuncia), corrupción en la administración… Y, sin embargo, Nicolás Maduro ha ganado las elecciones. Con un resultado al que no estaba acostumbrado el chavismo (siempre sacando dos dígitos a sus adversarios), pero que no está lejos del de otros presidentes (Calderón, Bush). Maduro ha ganado las elecciones y la oposición, como ha venido siendo la norma desde 1998, desconoce el resultado. La derecha siempre piensa que el poder le pertenece.

La derecha siempre piensa que el poder le pertenece
Para entender la victoria de Nicolás Maduro haría falta dejar de lado la agotada ciencia política y leer un poco de literatura (por ejemplo, Los pasos perdidos, de Alejo Carpentier). Se vería así que los ritmos del mar, de los ríos infinitos y de la tierra no son los de las fábricas y las autopistas. Ayudaría también entender la lógica de las telenovelas —donde se reinventa constantemente el mito de la Cenicienta, ahora con jueces y herencias de por medio— o el porqué de la necesidad popular de santos cotidianos, esos que dan fuerza a los que se levantan a las cuatro de la madrugada para ir a un trabajo donde se demorarán toda la jornada y recibirán un salario que no alcanza para ir a Disneyworld. Ayudaría también entender la humillación acumulada del pueblo frente a los mantuanos y los extranjeros y la dignidad recuperada gracias a alguien que era de los suyos (piensen en Los santos inocentes de Miguel Delibes, multiplíquenlo por diez, metan el racismo histórico hacia los negros y los indios, y aderécenlo con penetración imperial norteamericana; entonces se aproximarán a lo que ha sido la historia de América Latina durante dos siglos). En una asamblea comunal, una mujer venezolana le dice a otra: «¡Chica, es que hablas como Chávez!». Y ella le contesta: «No. Es que Chávez habla como nosotros». No hay niños desnutridos en las calles de Venezuela y en las escuelas se entregan libros y ordenadores. El último año se repartieron 200.000 viviendas. Además, a los venezolanos ya no les da vergüenza ser venezolanos. En el editorial de un periódico global y desubicado se decía: el populista Chávez se gasta el dinero del petróleo en educación, en sanidad, en pensiones, en vivienda social. Claro, así cualquiera gana elecciones.

20130416-051957.jpgRaúl Arboleda / AFP

¿Por qué la izquierda avanza en América Latina y se despeña en Europa? Pudiera ser porque Europa insiste en despreciar lo que ignora. De nada sirve toda la escuela de Frankfurt advirtiendo frente a la torpeza moderna a la hora de usar la racionalidad de otra manera que no fuera mera instrumentalidad —vaya, que no fuera como Terminator—. Tampoco le ha servido al bueno de Baumann su apuesta por lo líquido y su advertencia de que hay una línea casi recta entre el pensamiento de la Modernidad y los crematorios de Auschwitz. Europa sigue cometiendo «epistemicidios«, haciendo del pensamiento lineal un camino a ninguna parte, midiendo el mundo con la vara arbitraria de su saber eurocéntrico.

Capriles ha sacado un buen resultado no por méritos propios, sino por los errores del chavismo
La Venezuela bolivariana sigue pareciéndole a lo discípulos de las brumas filosóficas demasiado frívola. ¿Un Presidente que canta? ¿Un líder que se ríe con su pueblo? ¿Un dirigente que se la pasa manchado de barro y con los sectores más humildes? Y por si fuera poco ¡ahora un Presidente conductor de autobús! Si entendieran la emocionalidad de este proceso, sabrían que no se puede derrotar al sueño de los pobres con un burguesito que ayer decía que iba a echar a los médicos cubanos y hoy promete darles la nacionalidad, que ayer quería encarcelar o inhabilitar a Chávez y hoy se declara su más ferviente discípulo, que ayer insultaba a las misiones y hoy dice que las va a potenciar. Y lo dice rodeado de personas de plástico —como cantaba Rubén Blades— a las que se les nota a la legua que les molesta todo lo que sepa, huela o se vea como pueblo. Claro que Capriles ha sacado un buen resultado. Pero no por méritos propios, sino por acumulación de los errores del chavismo.

Nicolás Maduro, un conductor de autobús que ha hecho su grado y su posgrado en la política (cuidado con los elitistas: ¿cuántos licenciados y doctores no han arruinado países?), tiene la experiencia suficiente como para continuar el proceso e, incluso, superar los cuellos de botella en los que se ha detenido. Como sindicalista, como diputado, como Presidente de la Asamblea, como Canciller, como Vicepresidente. Si Chávez lo escogió entre un gran abanico de posibilidades no fue por capricho. El Presidente fallecido tardó demasiado en pensar en su sucesión. Pero cuando la enfermedad le puso en la urgente tesitura de hacerlo, la formación de Maduro ya era un hecho. En su intervención el día de las elecciones desde su colegio electoral, Maduro demostró que ya estaba preparado. Los tics de emulación de su maestro quedaron atrás. Apareció, de pronto, él mismo. Algo tarde, pero un Maduro completo ya estaba ahí. Sus gestos, su discurso, su temperamento, su tranquilidad. Él, como la mayoría del pueblo, «le ha cumplido a Chávez». Ahora ya puede continuar solo. El gran reto de suplir a un Presidente «gigante» -es lo que ha sido Chávez, pese a los errores y todo lo pendiente- lo ha sabido hacer con bien. No parecer que se renunciaba a su legado; no parecer un simple clon del Comandante. Y el pueblo de Venezuela ha sido claro: acompañábamos a Chávez, pero también acompañábamos un proyecto. Cierto que la oposición ha sacado su mejor resultado. Pero Maduro ha sacado 300.000 votos más.

20130416-052255.jpgEdwin Montilva / REUTERS

Los retos de Maduro son grandes. Cuando en el mitin de cierre de campaña se hizo acompañar de todo su tren ministerial estaba lanzando un primer mensaje claro: somos un equipo. El carisma de Chávez va a ser sustituido por política. El segundo mensaje no era menos contundente: desde el día después de las elecciones, Maduro va a recorrer el país durante dos semanas, escuchando al pueblo, sus quejas, sus necesidades, sus deseos de colaboración. Casi el 50% de los electores no ha entendido la propuesta de Maduro. Corresponde, pues, explicarla. Y, al tiempo, construyendo los nuevos acuerdos que permiten gobernar un país.

Maduro heredó de Chávez su señalamiento como la persona encargada de continuar la revolución bolivariana, pero con ese legado no venía incluido el acuerdo que trenzó Chávez en estos catorce años. Le corresponde al nuevo equipo de Gobierno construir el nuevo bloque y lograr hegemonía gracias a la incorporación de grupos, sensibilidades, profesiones, partidos, ámbitos geográficos, etc. Es aquí donde existe más riesgo de fractura en cualquier proceso de cambio, de manera que la voluntad demostrada de hilar todos estos asuntos indica sensibilidad política y buen tino. El tercer mensaje es igualmente contundente: ningún acuerdo con la «burguesía» (es decir, con quienes apuesten por aprovecharse del trabajo de los demás) ni con el imperio (los vecinos del norte, siempre conspirando para desestabilizar a los desobedientes, pero también las empresas transnacionales, que creen que cualquier territorio es un mercado y les pertenece). En cuanto al programa, Maduro sabe, como miembro de diferentes Gobiernos de Chávez, que hay tres problemas urgentes: la inseguridad, la corrupción y la ineficiencia. Tres problemas estructurales, históricos, de muy difícil solución pero donde el proceso se juega su credibilidad popular una vez que todos los demás logros pronto se verán ya como derechos adquiridos. La crisis económica mundial terminará llegando a América Latina, y en ese escenario es esencial que el entendimiento entre el pueblo y el gobierno sea total. Para ello, la transparencia y la probidad del comportamiento gubernamental son condición sine qua non.

Todo esto sólo se podrá lograr con la participación popular y con una apertura inmensa a la crítica y a la autocrítica. La desaparición física de una figura tan presente como la de Chávez, abre mucho espacio para muchas cosas. En un mundo sin modelos, la frase de Simón Rodríguez «inventamos o erramos» sigue siendo radicalmente válida. El vivencialismo o experimentalismo es más relevante que la repetición de modelos que han demostrado su invalidez. Por eso, el proceso bolivariano necesita tener mucha cintura para escuchar todos los mensajes que le vengan desde todos los ángulos afines al proceso. De la misma manera que tiene que aprender a compartir desde el Estado cuotas de poder que deberán ser entregadas al poder comunal. De lo contrario, el Estado se irá burocratizando cada vez más, y la crítica quedará en manos de los enemigos del proceso. En ambos casos, la consecuencia será la imposibilidad de construir una nueva hegemonía.

Venezuela ha tenido éxito, a diferencia de lo que ha sido la norma en la izquierda latinoamericana, por cinco razones. La transformación ha venido acompañada de redistribución de la renta (posibilitada por el alto precio del petróleo y la voluntad de repartirlo), ha sido democrática, tanto en términos electorales como de democracia participativa, ha venido en forma de ola regional, ha gozado de las posibilidades que brindan las nuevas formas de comunicación y no ha generado un rechazo extremo como ocurrió con el comunismo en los años 20 y 30. Pero al ser una «revolución» electoral, siempre se la juega en el último embate. Este último quizá haya sido el más difícil, al estar marcado por la ausencia del fundador de la V República. También ha sido superado. Europa seguirá, en cualquier caso, criticando a Venezuela. Algo siempre más socorrido que ver las miserias propias.

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